OPINANDO SOBRE EL FESTIVAL
DE COSQUIN
Por Roberto "Coya" Chavero
Pasaron los años desde que mi Tata aceptó el homenaje de poner su
nombre al escenario del Festival de Cosquín. Puso una única condición: la de no
usar el escenario para adular a ningún dictador. Eran tiempos duros y lo que
pidió tenía que ver con las circunstancias por las que atravesaba el país, no
tan lejanas de otras épocas que había conocido y sufrido de más joven.
Pero no sé si solo se refería a los dictadores de uniforme. También
podemos sumarle otras formas que ha sumado la dictadura: la del dinero,
la exigencia de éxito.
Contaré que, a pesar de haberse convertido en un artista del mundo
jamás permitió que esta circunstancia hiciera mella en su conducta personal y
artística.
Crecí escuchando discos de sus compañeros de desvelo: aquellos que en
los años 40 trajeron de sus provincias el canto de su pago. A ellos se sumaron
algunos porteños también. Así el canto nativo fue creciendo en consideración
porque, además, la gran ciudad se había poblado de provincianos.
Estos intérpretes no solo compartían los pequeños escenarios que se les
ofrecía en peñas y confiterías; compartían tenidas entre ellos. Eran serios en
su labor porque sabían lo que estaban haciendo. Tenían una herencia folklórica
que no podían desmentir aunque quisieran, pues les venía en la sangre desde la
panza de su madre, de sus abuelas, de su tierra.
El orgullo era representar bien al pago y cuando uno dice pago habla de
siglos y de gentes, de territorio, de historia, de leyendas y de costumbres
afirmadas en ese transcurrir de los tiempos en un determinado paisaje.
Crecí con ellos. Escuchando zambas, gatos, chacareras, escondidos,
cielitos y vidalas. Mis padres no me obligaban a escuchar determinado tipo de
música. Pedía permiso y el gramófono era mío junto a los discos de “piedra”.
Claro que todo esto se afirmaba con mis estadías en Cerro Colorado,
ensillando mi petizo, acompañando a don Roque a buscar las vacas, compartir un
pedazo de pan con picadillo y unos tragos de agua en las serranías, llevarlas
al bañadero, traerlas de vuelta, hacer los mandados al almacén y conocer un
mundo de criollos, que no se llamaban a sí mismos gauchos, comentando sus
“afanes” y alguna que otra anécdota o noticia de importancia para ellos.
Casi no había radios. La televisión no existía. El diario del pueblo
era la reunión en el boliche como se le llamaba al almacén. Qué podía
sorprenderme de aquellos hombres y sus comentarios? Nada y todo. Pues era estar
viviendo historias que otros niños solo llegaban a conocer si se ponían a leer
alguna novela.
Como podía resultarme ajena la música que escuchaba en casa si
toda la música, la buena música se entrelaza profundamente con la sensibilidad
de cualquier persona en cualquier lugar del mundo en la medida que conserve
autenticidad y amor por lo bello.
Recuerdo algo de León Felipe en relación con la poesía que decía así:
Quítale los caireles de la rima, las palabras también y si algo queda
eso es poesía.
De modo que Bach, Vivaldi, Bizet también tenían que ver con un universo
de algarrobos y talas, con caminos de arena y piedra y con esa gente callada,
de hablar lento y casi murmurando.
Aquellos cantores, algunos de los cuales fueron homenajeados por mi
padre, no esperaban otra cosa más que respeto, reconocimiento de su arte por
parte del público. A veces alguna discográfica ponía su interés en ellos y
lograban grabar algunas obras.
¿Porqué cuento todo esto? Porque estos músicos, tenían un profundo
respeto por la canción nativa. Esa canción eran ellos: su historia, su paisaje,
su dignidad, su pena y su alegría, sus padres y sus abuelos, sus árboles o su
desierto.
Cuidando el buen decir en los textos, cuidando que sus intervenciones
de adentro-se va la primera- a la vuelta- fueran en el tono en que se estaba
cantando para no romper la armonía establecida por la canción y por la
interpretación. Ellos me enseñaron no a ser artista, si a cantar, a entender el
nexo profundo entre ritmo y región, entre entonación y letra.
Ellos me hicieron comprender que para cantar un canto nativo hay que
saber, no de compases, de tempos, de armonías; hay que saber de paisajes, de
acentos comarcanos, de fábulas regionales; no ser un experto; sí, por músico,
tener la oreja preparada para reconocer el origen de determinada persona o
canción. No necesariamente convertirse en un experto o un erudito pero sí en un
conocedor, como un baqueano que no es geólogo, ni ingeniero hidráulico, ni
ingeniero agrónomo, pero que sin saber el porqué de ciertas cosas, sabe como
son y donde el hombre puede hacerse su lugar o al menos un lugar que le sea
apto para permanecer un rato o toda la vida.
Aquellos cantores no perseguían ningún objetivo especial: eran. No los
empujaba el afán de fama, de dinero o de romper records.
Sabían que la dignidad de su canto los sostenía en la vida y sostenía a
los suyos: los que fueron y los que vendrían.
Algo cambió y su resultado es lo que vemos hoy. Exitosos, grandes vendedores
de discos, multitudinarios eventos donde reciben aclamaciones que nunca
sabrán hasta donde ese crédito sea genuino y suyo.
Para obtenerlo cualquier recurso parece legítimo: desde el discurso demagógico
hasta la vestimenta más osada o descuidada. Lo que no debe estar ausente es lo
estruendoso. Canciones escritas con un nivel apenas primario porque, además,
son incapaces de reconocer sus limitaciones a la hora de escribir, melodías
amorfas, repetitivas hasta el hartazgo que solo buscan un final “allá arriba”
para procurarse la seguridad del aplauso final estrepitoso.
Casi todos vienen con la misma formulita bajo el brazo y la aplican a
rajatablas a ver si algún productor o discográfica se interesa en ellos.
El resultado: nuestros pueblos, nuestras regiones se van quedando mudos
porque no hay quien cante por ellos, no hay quien diga su vida con belleza, con
buen decir o escribir, con una melodía atinada, que se corresponda con el texto
y con la intención.
A veces me parece que el público aplaude u ovaciona por aburrimiento.
Lo triste es que gran parte se hace con dineros públicos aplicados a objetivos
sin ninguna intención de mejorar nuestras limitadas aptitudes culturales o
artísticas.
Por suerte hay muchos cantores, autores (que no es lo mismo que poeta
pero que es un noble oficio cuando se lo ejerce bien), que siguen su camino
sabiendo bien cual es la verdad y cuales son las mentiras. Les cuesta mucho la
marginación, el “silencio de radio” al que se los somete, y en esto no hay
diferencias entre las emisoras oficiales y privadas (son sordas por
igual), van por una pequeña senda de tierra que va al costado de las grandes
autopistas de la difusión, no buscan padrinos políticos porque a la corta o la
larga estos imponen sus condiciones.
A ellos, “chapeau” diría mi madre, me quito el sombrero, diría mi
padre. Qué responsabilidad han asumido! Ser depositarios, casi involuntarios,
de una estirpe, de una etnia diría un amigo, que anhelo puedan conservar para
las generaciones futuras: la estirpe criolla y su canto nativo.
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