"Enamorarse es caer y que parezca un vuelo". Hay versos que son así: el poema sigue adelante pero ese puñado de palabras se queda flotando sobre las otras, esperando el final para volver a ser saboreadas por la lengua de la memoria.
Susana Villalba, poeta de Buenos Aires, leía sus largos poemas y su sola voz consistía en medio de una extraña versión del silencio en Cosquín que por momentos parece refugiarse en el patio abierto de la Escuela Presidente Roca. Mientras tanto, alrededor, todo suena, todo canta.
A veces es una canción la que se queda esperando su momento de regocijo ya en la quietud. Por ejemplo Lluvia, de Ana Robles. Apenas concluye y antes de atacar con la chacarera La bailarina, la riojana advierte que en el cielo que está a cinco cuadras han estallado los fuegos: el Festival ha comenzado. Entonces, el bache su cubre con la melodía ojos adentro: "Que me trae esta lluvia finita...". "Ella (Ana Robles) es un combo inseparable: temas, piano, voz", susurra Mariana Carrizo, la coplera salteña.
Instantes como éstos suceden en el Encuentro de poetas con la gente, cada noche, durante tres horas (de 21 a 24) y un poco más. Es un Cosquín mínimo, una muestra de las moléculas esenciales del canto y la palabra de los que se alimenta todo lo demás, incluido el gran batifondo que sacude al resto de la ciudad. La cantidad de gente que ocupa las sillas escolares ronda en alrededor de uno o dos centenares.
Hay dos puertas para llegar al patio, y un sólo modo de entrar: gratis. Muchas de las caras que asisten suelen ser repetidas, no sólo cada día sino cada año. Pero la consigna es la misma: dejarse estar en la inesperada serenidad y que las palabras, con o sin melodía, tengan la oportunidad fresca y desnuda de decir.
Esta es la 17 edición, y un mensaje a un costado del breve escenario, le da presencia a una querida y fresca ausencia: Jorge Marziali.
El jueves, el rastro de la fecundidad del cantautor mendocino y su fundamento los traería en el corazón y en las canciones la cálida y talentosa entrerriana Marita Londra, quien fuera su compañera y a la vez autora de úsicas de varias de sus letras. A su lado, Martín Castro, el virtuoso guitarrista que la acompañó, sólo quiso agradecerle a Marziali haberle enseñado "el sentido de la música desde la palabra".
La sutileza del sonido la pone siempre el delicado Luis Ariel Nogués, que encuentra allí su remanso. Otra vez, este año la reunión está coordinada por Jorge Felippa, con la asistencia de Patricia Coppola.
Las escenas de palabras saboreadas en el silencio que se cuenta aquí se vivieron el martes. Pero se parecen a las de cada noche. También pasaron el lunes, con el bello momento de Clara Cantore a solas con su bajo cantando La muerte del angelito, o con los poemas marcados por el exilio en la niñez ("... Cerrar los sobres para los abuelos con ganas de meterse adentro") de Miguel Martínez Naón.
Los músicos, cantautores y cantores, que se presentan en el Encuentro no actúan generalmente en la plaza, pero suman una legión de talentos con gran trayectoria como Pancho Cabral, Coqui Ortiz, Mario Díaz, Vivi Pozzebón, Juan Arabel.
Y a veces, en la penumbra sigilosa, es un estremecimiento largo el que puede quedar tendido en la quietud del patio más allá del filo de la medianoche. Así pasó el martes, cuando la sustanciosa coplera salteña Mariana Carrizo, con su caja y su larga trenza negra, sacó de lo profundo de su voz de Puna una versión desolada y reveladora de Vidala para mi sombra, de Julio Espinosa.
El silencio que siguió nos encontró con los ojos sobre nuestra propia sombra: acaso su constancia inclaudicable es la única prueba de que estamos de pie, el último refugio de la última soledad.
Susana Villalba, poeta de Buenos Aires, leía sus largos poemas y su sola voz consistía en medio de una extraña versión del silencio en Cosquín que por momentos parece refugiarse en el patio abierto de la Escuela Presidente Roca. Mientras tanto, alrededor, todo suena, todo canta.
A veces es una canción la que se queda esperando su momento de regocijo ya en la quietud. Por ejemplo Lluvia, de Ana Robles. Apenas concluye y antes de atacar con la chacarera La bailarina, la riojana advierte que en el cielo que está a cinco cuadras han estallado los fuegos: el Festival ha comenzado. Entonces, el bache su cubre con la melodía ojos adentro: "Que me trae esta lluvia finita...". "Ella (Ana Robles) es un combo inseparable: temas, piano, voz", susurra Mariana Carrizo, la coplera salteña.
Hay dos puertas para llegar al patio, y un sólo modo de entrar: gratis. Muchas de las caras que asisten suelen ser repetidas, no sólo cada día sino cada año. Pero la consigna es la misma: dejarse estar en la inesperada serenidad y que las palabras, con o sin melodía, tengan la oportunidad fresca y desnuda de decir.
Esta es la 17 edición, y un mensaje a un costado del breve escenario, le da presencia a una querida y fresca ausencia: Jorge Marziali.
El jueves, el rastro de la fecundidad del cantautor mendocino y su fundamento los traería en el corazón y en las canciones la cálida y talentosa entrerriana Marita Londra, quien fuera su compañera y a la vez autora de úsicas de varias de sus letras. A su lado, Martín Castro, el virtuoso guitarrista que la acompañó, sólo quiso agradecerle a Marziali haberle enseñado "el sentido de la música desde la palabra".
La sutileza del sonido la pone siempre el delicado Luis Ariel Nogués, que encuentra allí su remanso. Otra vez, este año la reunión está coordinada por Jorge Felippa, con la asistencia de Patricia Coppola.
Las escenas de palabras saboreadas en el silencio que se cuenta aquí se vivieron el martes. Pero se parecen a las de cada noche. También pasaron el lunes, con el bello momento de Clara Cantore a solas con su bajo cantando La muerte del angelito, o con los poemas marcados por el exilio en la niñez ("... Cerrar los sobres para los abuelos con ganas de meterse adentro") de Miguel Martínez Naón.
Los músicos, cantautores y cantores, que se presentan en el Encuentro no actúan generalmente en la plaza, pero suman una legión de talentos con gran trayectoria como Pancho Cabral, Coqui Ortiz, Mario Díaz, Vivi Pozzebón, Juan Arabel.
Y a veces, en la penumbra sigilosa, es un estremecimiento largo el que puede quedar tendido en la quietud del patio más allá del filo de la medianoche. Así pasó el martes, cuando la sustanciosa coplera salteña Mariana Carrizo, con su caja y su larga trenza negra, sacó de lo profundo de su voz de Puna una versión desolada y reveladora de Vidala para mi sombra, de Julio Espinosa.
El silencio que siguió nos encontró con los ojos sobre nuestra propia sombra: acaso su constancia inclaudicable es la única prueba de que estamos de pie, el último refugio de la última soledad.
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