Ha muerto Héctor Tizón, que tuvo tiempo de escribir y publicar su Memorial de la Puna. Allí continuó y dejó abierta su obra retomando esas grandes historias mínimas, las de sus novelas, las de su tierra desértica. Ha muerto Tizón, no su literatura, y con la noticia ese último librito se lee cual testamento. "El olvido es más fuerte e irremediable que la muerte. Sólo está muerto aquéllo que definitivamente hemos olvidado", dijo. O escrbió.
Murió en Jujuy Tizón, donde eligió vivir. Magistrado, exiliado, ciudadano universal y de Yala, se eligió a éste último para hablarles a los otros. Desde esa experiencia eligió contar el mundo, desde esos hombres y mujeres que se enfrentan a ellos mismos en la soledad y el silencio. Es curioso, ahora, la contratapa de su último libro, el lugar en el que las editoriales exageran las virtudes de sus autores, le queda chica: "Ya es un hombre sabio al que la vida no le escamotea sus verdades", dice. Hacía rato lo era.
Había nacido, por casualidad, en Rosario de la Frontera, Salta, el 21 de octubre de 1929. Pero siempre su vida transcurrió en Yala. Allí pasó su infancia, y quizá allí mismo decidió que ese cruce entre el desierto y las yungas sería el teatro de operaciones para contar y contarse a sí mismo. Desde temprano, Tizón debió navegar entre dos lenguas, la de los libros y la quechua. Ni sus años en La Plata o en México, ni el exilio en España, o su carrera diplomática en Milán le cambiaron el foco. Su literatura se nutre también de esas experiencias, pero fluye siempre de su sangre alto peruana.
En sus historias hay un escenario concreto, pero sus problemas son universales, filosóficos, y muy humanos. En México, adonde viajo como diplomático, publicó en 1960 su primer libro, A un costado de los rieles. Luego, ya de regreso en la Argentina vinieron Fuego en Casabindo y Sota de bastos, caballo de espadas, entre otros. Casabindo, Yala, Humahuaca, Cochinoca... En esas primeras obras necesitó ponerle nombre y apellido al espacio geográfico. Hasta dibujaba mapas para anclar sus historias, para preservar los buenos tiempos, aquéllos de los que hablaban los viejos.
No siempre reinaron la oscuridad y la pobreza en el norte argentino. Y quiso Tizón salvar aquel vago recuerdo de grandeza. Libró entonces una batalla contra el tiempo para mantener los mitos de estas tierras arrasadas por el viento, las viruelas y el alcoholismo. "En un remoto rincón de la puna, los sobrevivientes... buscan en el pasado las huellas de ilusiones perdidas", escribió. Buscaba conservar esas voces, enrumbadas a morir.
Después, el tiempo le enseñó que lo que tiene que perderse se pierde. Y más en la puna. Abandonó pronto las localizaciones. Quizá ese cambio haya operado en tiempos del exilio, entre 1976 y 1982 cuando alternó casa en Madrid, París y Milán. Fue cuando, paradójicamente, muchos de sus personajes también perdieron los nombres. Sin mapa, sus personajes siguieron haciendo crujir la tierra dura y estéril a cada paso, y el amanecer siempre diáfano los siguió sorprendiendo en los caseríos de una Puna sin nombre. Sus dramas son los de la condición humana.
Contra la intelectualización literaria, contra el palabrerío inútil, se volvió un buscador incansable de atmósferas sencillas. Pero épicas. Misión que comparte con escritores como John Berger, buceando en su memoria pequeños actos, enmarcados por un mundo insondable. La tía Gertrudes, Doroteo, Venancio, Jacinta... Seres taciturnos, limitados, solos, son construcciones contra el ruido citadino. Pura apología del silencio. Hombres y mujeres que no usan la lengua para decir tonterías. Silencio y también soledad. Fue Tizón un enemigo del despilfarro y el exceso. Y es esa una característica de sus paisajes, de sus sentimentales historias puneñas.
Nos remite a lugares y a la vez los crea, este ex embajador, vagabundo, exiliado y regresado, como alguna vez se definió. Pero la soledad también es deseo. Allí están Laura y la mujer de Strasser, sensuales, con nada en común más que una evidencia de la pasión permanente. Sus libros también tienen un vínculo curioso y casi oculto con la historia mundial. En Memorial... retoma la historia del dinamitero de La mujer de Strasser, que no es otro que el Mariscal Tito, el hombre poderoso que gobernó Yugoslavia durante cuarenta años y que en la década del treinta vivió en Jujuy y trabajó junto al padre del escritor en el tendido del ferrocarril. También vuelve sobre el Conde de Montseanou, un noble belga venido a menos que se ganaba la vida tocando el piano en un prostíbulo de La Quiaca. Nombres y apellidos para personajes que no los necesitan.
Sean quienes sean, vengan de donde vengan, sus historias y personajes, vibran al compás de la oralidad de los bosques y las quebradas, de los vientos de la Puna y el desierto, de las pasiones, el sexo, los ritos de la muerte... Quizá guarden algo del diplomático radical "yrigoyenista", del abogado que llegó a ser juez de la Corte Suprema jujeña. Pero habría que volver a Yala, aunque sea a través de un libro, y preguntar en los boliches, en las procesiones, o en esas calles de frontera. Sus historias siguen allí, como Tizón mismo. Hay que ir a buscarlos: sólo está muerto aquello que definitivamente hemos olvidado.
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