Los ojos negros de Dino Saluzzi, bien abiertos por encima del atril, lanzaban su mirada intensa, escrutadora, hacia la gran mirada de la plaza. Y entre el silencio y las notas que capturaban la sensibilidad del aire, el encuentro sucedió, al cabo de muchos años de desencuentros.
Una semana después, Soledad y Luciano Pereyra, con aires de comediantes improvisados, conversaban sentados en sus banquetas mientras la plaza más repleta de las siete que hubo hasta entonces, seguía el diálogo con una inusual atención y una sonrisa quieta, como pintada. Después, pondrían dos canciones en la ranura para tratar de ver la vida del color que la veía Horacio Guarany.
Los retratos de estas dos escenas del Festival aún en acción –la primera y casi la última a la hora de escribir estas palabras–, acuden para ilustrar a grandes trazos la inmensidad que cabe en el universo de Cosquín.
Una inmensidad que en esta edición pareció extenderse. Por eso vale el gesto, la persistencia en entenderse con Saluzzi, y la decisión de ubicarlo en la apertura.
Para quienes imaginaban algo más intenso, comenzar con un artista que hace convivir las notas con el silencio, no fue el mejor modo. Pero hacerlo con una de las figuras sobresalientes del arte argentino en el mundo, es una manera de abrir apuntando alto (en 2016 fue con Jaime Torres).
Primeros pasos
Volver sobre los primeros pasos de esta edición ayuda a describir la intención de los organizadores sobre el universo musical posible y el contenido artístico de la mayor fiesta de la cultura popular argentina. En esa dirección suman las referencias a dos enormes de la música nuestra que en su momento vital no tuvieron lugar en el gran escenario: el gran homenaje a Cuchi Leguizamón y la asistencia de la maravillosa orquesta Los Amigos del Chango, que ha retenido el espíritu alumbrador y dinámico de Farías Gómez.
Esta vez, por otra parte, todas las grandes figuras convocantes estuvieron presentes, lo que le dio un ejercicio constante de multitudes ansiosas, pero entre las que también se pudieron amparar expresiones de otra contextura y otras aspiraciones. Hace tiempo que el público en la plaza se muestra dispuesto a acompañar propuestas distintas, puesto que la variedad es la naturaleza de festivales como éste.
La programación apareció con un criterio equilibrado, más allá de ausencias que nunca hay que dejar de notar. Y de un subrayado homenaje a Guarany, que sólo apareció disperso en el ánimo de muchos artistas.
Si de naturaleza festivalera se trata, la de Cosquín es diferente puesto que su misión es ser la gran caja de resonancia de la música argentina de raíz folklórica. Por eso que su criterio artístico y estético tiene un peso específico mayor al de los demás, que suelen resolver sus programaciones sin preguntarse demasiado.
Mientras, y más allá de la constancia de los sólidos referentes (la celebración de los 50 años de Los Carabajal fue una emoción imborrable), hay una generación que hace tiempo emergió y es la que sostiene hoy la expectativa del porvenir en escenarios como éste (Bruno Arias, Ramiro González, José Luis Aguirre...).
El universo de Cosquín va mucho más allá de la plaza, y ese es otro rasgo decisivo... el festival sucede en todas partes: en las peñas habilitadas, en las espontáneas, en los patios, en los balnearios, en los camping, simplemente en las calles. No hay un momento en el día en que no acuda a los oídos alguna nota despierta. Son nueve lunas y sus días y sus madrugadas: eso debería ser siempre tenido en cuenta en el juicio de las miradas que se hacen de Cosquín sólo a través de la pantalla.
Pero nada sería posible si la plaza no se enciende. Y otra vez ha sucedido, en el aire vibró la música; la gente, en gran cantidad, trajo sus ganas de sentir y de cantar, y los planetas y asteroides del cosmos coscoíno giraron alrededor. Hubo grandes momentos, algunos inolvidables.
A partir de mañana, la sed del regreso comenzará lentamente a picar.
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