También se escribe Pucllay.
Espíritu del Carnaval diaguita-calchaquí. Para algunos
autores (Adán Quiroga) se trata de una deidad; en cambio
para otros (Eric Bornan) no es sino un mero personaje del Carnaval.
Esto último puede ser cierto en la actualidad, como consecuencia
de un proceso de desacralización. Porque en ese caso, como
en muchos otros, la representación habría terminado
aboliendo a la divinidad, convirtiéndose en algo con fin
en sí mismo, persona o personaje.
Pero tal vez nadie se atrevería a negar seriamente que
el antiguo dios de la chaya esté vivo, de algún
modo, bajo la ridícula apariencia del Pujllay.
Agüero Vera lo pinta como un dios efímero, que viene
y se pone a llorar como un ebrio sentimental y lírico.
Preside el Carnaval, pero no con la solemnidad y el terror, arma
de los dioses, sino con la farsa. Más esta farsa, por la
pasión y las lágrimas que la nutren, resulta dolorosa
y profundamente humana, combinación que no encontraremos
en los himnos báquicos, por lo que no es acertado asemejarlo
a este dios del panteón griego. También se diferencia
del espíritu burlón y maligno del viejo sátiro
Momo, con el que asimismo se o suele relacionar. El Pujllay
es menos mordaz, presuntuoso y caricaturesco que éste,
más simple y también más hondo.
Pero del viejo dios no resta más que una piltrafa: un pobre
muñeco pintarrajeado y andrajoso montado en un burro o
un chivo, de pelo blanco y amigo de la orgía, al que se
carga toda la culpa del Carnaval. También puede ser un
hombre disfrazado de viejo alegre, que divierte con sus chistes
y bufonadas, como un Arlequín de los indios. Las
características que encarna este personaje son las del
dios que representa ya sin saberlo: alegre, socarrón, impertinente,
dicharachero, un poco truhán, pero bonachón, humilde
y al servicio de los humildes, sin arranque alguno de sobrebia.
Del viejo ritual queda el ídolo, los coros, la vidalita
acompañada por caja chayera y el entierro ceremonial, que
bien podía simbolizar, en tiempos prehispánicos,
el paso del solsticio de verano.
Su reinado es tan regocijante como efímero. Llega al comienzo
del Carnaval en jocosa cabalgadura, seguido por una multitud que
ríe y canta al son de las cajas o tamboriles indios, echándole
almidón a la cara y azotándose el enharinado rostro
con ramas de albahaca, mientras beben aloja y hacen estallar cohetes.
Y el Miércoles de Ceniza, después de tres días
de francachelas, lo llevarán en angarillas a enterrarlo
en las afueras del pueblo, entre mares de lágrimas no tan
fingidas, porque la tristeza es honda a esa hora. En su tumba
echarán frutos para que se los duplique el próximo
año, gracia que se le pide a un dios y no a un monigote. |
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