El 24 de marzo de 1976, en Mendoza, un grupo de tareas del golpe militar
que destituye al gobierno constitucional argentino, secuestra desde el diario
“Los Andes”, al escritor y periodista Antonio Di Benedetto, intelectual de
profunda inspiración popular nacido el 2 de noviembre de 1922.
ABALLAY
(de Antonio Di Benedetto)
En el sermón de
la tarde, el fraile ha dicho una palabra bien difícil, que Aballay no supo
conservar, sobre los santos que se montaban a una pilastra. Le ha motivado
preguntas y las guarda para cuando le dé ocasión, puede que en los fogones.
Son visitantes,
los dos, el cura y él, con la diferencia que el otro, cuando termine la novena,
tendrá a dónde volver.
La capilla, que
se levanta sola encima del peladal en medio del monte bajo, sin viviendas ni
otra construcción permanente que se le arrime, se abre para las fiestas de la Virgen, únicamente entonces
tiene servicio el sacerdote, que llega de la ciudad, allá por la lejanía, de una
parroquia de igual devoción.
Los peregrinos
– y los mercaderes – arman campamento. Se van pasando los nueve días entre
rezos y procesiones; las noches, atemperadas con costillares dorados, con
guitarra, mate y carlón.
Aballay
presenció un casorio, de laguneros, muchos bautizos de forasteros. Más bien
deambuló de curioso y también necesitado de probarse entre la gente, pero
alerta y sin darse con nadie. Contó cuatro milicos.
Mientras tanto
en el altar declina la llama de los cirios, afuera se reanima y alimenta el
fuego de las brasas, en las enramadas de vida corta, de esas fechas no más.
El cura recorre
el sendero de vivaques echando las bendiciones y las buenas noches. Solicitado
al pasar por cada grupo, hace honor a una familia venida de Jáchal. Se asa un
chivito, la abuela fríe pasteles, un hombre sirve vino, todos en sosiego y
discretos. De las quinchas vecinas brotan cantos, tempranamente entonados.
Se nombra a Facundo, por una acción reciente. ("¿Qué no es que lo habían muerto, hace ya una pila de años? ... ")
Se nombra a Facundo, por una acción reciente. ("¿Qué no es que lo habían muerto, hace ya una pila de años? ... ")
Aballay ha sido
una persona en la andanza de la sotana, ahora es un bulto quieto, que no se
esconde. Espera.
Uno de los jachalleros lo invita a acercarse. Con una seña dice no. Otro es su apetito.
Uno de los jachalleros lo invita a acercarse. Con una seña dice no. Otro es su apetito.
Pero media el
cura y Aballay obedece. Nada agrega a la conversación, tampoco propicia su
intervención el fraile, tal vez acostumbrado a esos silencios de los humildes y
los ariscos.
Pero a cierta
altura, cuando ya las estrellas remontan el horizonte, Aballay lo sorprende con
un toque en la manga y la consulta que le desliza en voz baja:
- Padre, ¿podrá
oírme?...
- ¿En
confesión?
Aballay medita y al cabo dice:
- No todavía,
padre. Pero ahora hablemos, le pido. Usted y yo.
Más tarde se
apartan de la animación de los fogones, eluden a los achispados de la cantina y
se pierden entre carretas dormidas donde reposan los niños.
Entonces hablan
y, al calar el asunto que el desconocido le trae, el religioso se regocija de
su eficacia como orador sagrado. He aquí quien le muestra que su verbo penetra
y es capaz de causar inquietudes. Trata de corresponder a ellas agregando
claridad y simplifica el lenguaje, la expresión, lo más que puede.
- No, hijo: no
dije que fueran santos, sino que vivían en santidad. Era propio de anacoretas o
ermitaños.
- Dispense, no
fueron sus palabras.
- ¿Qué no?...
- No, padre.
Los nombró de otra manera.
- A ver...
estilitas. ¿Puede ser?
- Puede.
- Ah, bien.
Significa más o menos lo mismo. Solo que los estilitas eran una clase especial
de anacoretas... ¿conoces qué quiere decir esta palabra?
- Pongámosle
que no y te explicaré. Los anacoretas eran solitarios, por su propia voluntad
se habían retirado de los seres humanos. A lo más, mantenían la compañía de un
animal fiel. Recorrían los desiertos o habitaban una cueva o la cumbre de una
montaña.
- ¿Para qué?
- Para servir a
Dios, a su manera.
- No lo
entiendo. En el sermón usted dijo que estaban arriba de un pilar.
- Si... pilar o
columna. Esos precisamente son los estilitas. Su rara costumbre sólo era posible
en aquellos países del mundo antiguo, donde, antes de Cristo, fueron levantados
templos monumentales, que apoyaban su techo en pilastras. Al desaparecer sus
religiones y ser abandonados por los hombres, durante siglos y siglos, se
fueron destruyendo. En algunos casos, solamente quedaron en pie las columnas.
Los estilitas subían a ellas para tratarse con rigor y alejarse de las
tentaciones. Permanecían allí con viento o lluvia, enfermos o hambrientos.
- ¿Cuántos
días?
- ¿Días?...
¡Eternidades! Se dice que Simón el Mayor vivió así 37 años y Simón el Menor 69.
Aballay entra
en un denso silencio. El sacerdote lo estimula:
- ¿Y?... ¿Qué
piensas ahora que sabes el tamaño de su sacrificio? ¿Podías imaginarlo?
Aballay no
recoge sus preguntas. Tiene otras, muchas más, minuciosas: que si en tan
estrecho sitio podían sentarse o debían estar de pie, en cuclillas o
arrodillados; que por qué no morían de sed; que si nunca jamás bajaban, por
ningún motivo, ni por sus necesidades naturales; que si puede creerse que no
los tumbara, al suelo, el sueño...El sacerdote está contestando, más no omite
sospechar que esa inquisitoria sea la de un descreído rústico, que lo esté
incitando a perder fe en lo que ha predicado desde el púlpito. No obstante, se dice,
hay respuesta para todo.
- ¿Cómo se
alimentaban? Lo hacían moderadamente, aunque algunos, según el lugar donde se
estableciesen, se veían favorecidos por la naturaleza. Estos tal vez disponían
de miel silvestre y del fruto de los árboles. De otros, especialmente de los caminantes
del desierto, se cuenta que comieron arañas, insectos, hasta serpientes.
El tipo
repulsivo de animales que evoca ahonda la naciente preocupación del cura. Por
un sentido de seguridad, está observando a donde han llegado. "Al fondo de
la noche", se dice, considerando la espesura del matorral inmediato. Se
han apartado del aduar, la concentración de carretas y animales de tiro. Se
analiza junto a ese emponchado nunca visto previamente, que parece ansioso y
díscolo, y de quien desconoce si debe temer el mal. Se sobrepone; hace por
tranquilizarse y piensa que tiene que complacerse de esta provocación, tal vez
ingenua, que lo ha llevado a la memoria de sus lecturas, aunque sea para
transmitirlas a un solo feligrés y en tan irregulares circunstancias.
El religioso
está explicando que así mismo podrían sostenerse por obra de la caridad ajena,
pero Aballay le cuestiona. "¿No era que estaban solos y les escapaban a
los demás?"
- Desdichados y
creyentes hacían peregrinaciones para rogarles su ayuda ante Dios y a esas
personas de tanta fe les aceptaban algunos alimentos muy puros.
- ¿Eran santos,
entonces? ¿Podían pedir a Dios?
- Todos
podemos.
Aballay se
interna de nuevo en los callejones del espíritu y se distrae del cura. Este ya
lo deja estar, hasta que reaccione solo.
Después:
- Usted dijo, en el sermón, que se retiraban para hacer penitencia.
- Usted dijo, en el sermón, que se retiraban para hacer penitencia.
- Dije más;
penitencia y contemplación.
- Contemplación...
¿Acaso veían a Dios?
- Quién sabe.
Pero la contemplación no consiste sólo en tratar de conocer el rostro de Jesús
o su resplandor divino, sino en entregar el alma al pensamiento de Cristo y los
misterios de la religión.
Aballay ha
asimilado, pero su empeño consiste en despeja específicamente el primer punto:
- Usted dijo:
penitencia. ¿Por qué hacían penitencia?
- Por sus
faltas, o por que asumían los yerros de sus semejantes. Concretamente en el
caso de los estilitas: montaban una columna para acercarse al cielo y
despegarse de la tierra, porque en ella habían pecado.
Aballay sabe
qué grande pecado es matar. Aballay ha matado.
Esta noche,
Aballay ha decidido despegarse de la tierra.
Bien es real
que el llano, que es lo único que él conoce, no tiene columnas, ni nunca ha
visto más que las de un pórtico, en la iglesia de San Luis de los Venados.
Recuerda que para
escabullirse de las disciplinas de su madre, se trepaba a un árbol. Acepta que
al presente está intentando lo mismo: huirse de su culpa, y busca a dónde
subir.
No le valdría,
actualmente. Ni un ombú, si probara el refugio de su altura y follaje. Sería descubierto,
sería apedreado, aunque no supieran la verdadera causa, solamente por portarse
de una manera extraña.
Tampoco nadie
le alcanzaría un mendrugo.
Está firme, a
conciencia, en el trato consigo mismo de separarse del suelo y llevar su vida
en penitencia. Mató, y de un modo fiero. No se le perderá la mirada del gurí,
que lo vio matar a su padre, uno de los escasos recuerdos que le han quedado de
aquella noche de alcohol.
Pero él podría
quedarse quieto en su remordimiento. En tiene que andar. Salirse (de un sitio
en otro). ¿Cómo, si quiere copiar a los de antes, lo que contó el cura?
El fraile dijo
que montaban a la columna. El, Aballay, es un hombre de a caballo. Tempranito,
a los primeros colores del día, Aballay monta en su alazán.
Le palmea con
cariño el cuello y consulta: "¿Me aguantarás?". Supone que su
compañero acepta y, mientras avanzan al trote suave, lo prepara: "Mirá que
no es por un día... Es por siempre".
La primera
jornada ha sido de voluntario ayuno, la segunda de atormentarse pensando en comer
y no amañarse para hacerlo.
Gozó de
aquélla. Privarse un día da pureza a la sangre, se argumentó como consuelo.
Después vino el
hambre tan grande y con tal reclamo que entró a desesperar de conseguir ayuda,
y por consecuencia de no ser capaz de cumplir su intención.
Lo orientó el
humo. Se ganó al rancho. Habían carneado y asaban las achuras en el mismo
patio. No hizo falta que pidiera. Solo que llamó la atención con su resistencia
a ponerse a gusto, junto al puestero y los suyos. De todos modos, le alcanzaron
una generosa porción ensartada en su propio cuchillo.
Supo que esta
vez era diferente a otras. Había recibido el bocado hospitalario que, sin
preguntas, nunca se niega al que hace camino. Antes también lo tuvo, en
distintos sitios. Sin embargo, desde esta ocasión podría volvérsele necesidad
de todos los días, y se le nubló el orgullo de su nueva condición.
Ya estaba
cercado por los apuros que no pudo prever y los que la penuria comenzaba a
mostrarle.
En adelante
debió socorrerse con imaginación y ahí donde la astucia fallaba o vislumbraba
riesgo de quebrantar su designio, tomaba enseñanza del relato del cura.
No menudeaban
los ranchos, por esas soledades, ni él se figuraba de entenado. Se haría de
avíos o provista, algún recurso guardaba como para poder pagarla. ¿Cazar? Sí,
pero ¿cómo cocer la carne? ¿Fruta? La naturaleza de esa región la negaba.
Habilidoso fue
siempre para las suertes sobre el estribo o colgado de las cinchas, con lo que
le vino a resultar sencillo recoger agua en el jarro o, por probarse destreza,
beberla aplicando directamente los labios a la superficie de los arroyos.
De dormir sobre
el caballo tenía experiencia y éste de soportarlo. Pero, si no lo aliviaba de
su carga, no le concedería descanso y sobrevendría la muerte del animal. Enlazó
su cimarrón, lo convirtió en su parejero y se pasaba de una cabalgadura a otra,
para darles respiro. El segundo no hizo resistencia ni al jinete ni a la
rutina; seguramente había tenido dueño.
Pudieron
someterlo a las prácticas menos ilustres sus necesidades naturales, de haber
tomado con absoluto rigor de la ley vivir montado. Tuvo el tino, aquella noche,
de consultárselo al cura, que nunca supo a qué tanta averiguación sobre los
hábitos y vedas de los encimados a las columnas. Dijo el fraile que no concebía
penitentes a tal punto severos que se prohibieran descender a tierra por tan
justificada razón, aunque no dudaba que algunos cometieron esos excesos de
mortificación. De todos modos, Aballay se
proponía ser limpio. ¿Acaso no penaba por limpiarse el alma?
Aballay remueve
las ramas de un arbusto, buscando vainas comestibles. Sorprende a un pájaro
atolondrado que demoraba en volarse. Lo manotea en el aire. Lo retiene con
cuidado para no dañarlo.
Nota su
agitación desesperada y lo dispensa del pavor.
Ya se proyecta
el ave hacia arriba y al hombre le da contento su libertad.
Pero se le
atraviesa una memoria empecinada: la mirada del gurí, cuando le mató al padre.
También terca,
porfiada en volver, es su imaginación de los empilados. Suele como esta noche, estremezclársele
con las impresiones del día.
El, Aballay, es
un penitente y está parado en un pilar. No una columna de las de iglesia,
tampoco pilón de portal de cementerio: pilar de puente, de piedra, sólo que más
fino y encumbrado, él arriba.
No está solo.
Hay otros pilares y otros que penan. Son los antiguos, los santos, y para él
resultan extranjeros. No se hablan, porque así tiene que ser, y si hablaran él
no entendería su lengua. Se cubren, como él, con ponchos.
En una parte
del sueño hay paz, después cambia en pesadilla: llegan los pájaros.
Le caminan por
la cabeza y los hombros. Le picotean las orejas, los ojos y la nariz, o quieren
alimentarlo en la boca. Hacen nidos, ponen huevos... y él, en todo momento,
está muerto de miedo al vacío, donde caerá si se mueve.
Aballay despierta a medias. Le
ordena a su alazán: "¡Quieto..."
Encuentra una pulpería. Pasa de
largo, no le sirve: no tiene reja empotrada al muro del frente para hacer su
compra desde el caballo.
Al tiempo halla
otra. El pulpero antes de entregarle el charque pone la condición:
"Platita en mano".
Aballay
descuelga de su sitio algunos de los cobres que, con otras monedas de diferente
ley, hacen el esplendor de su rastra.
Desemboca en el
patio de una posta. Se juega. Baraja, taba. En el redondel, los gallos se dan
la muerte a
primera vista,
o a ciegas, si se revientan los ojos a puazos. Se apuesta.
Se come y se
bebe.
Aballay, ha
atado el cimarrón al palenque, con su alazán circula entre los grupos, por ver.
Lo mismo ante el asador. Pero alguien lo provoca: "el que no se pone, no
come". Aballay comprende. El provocador está por tirar la taba. Aballay
desune de la rastra una moneda. El hueso que hace su vuelo e hinca el borde en
la tierra decide que gane Aballay. El perdedor paga: con desprecio arroja dos
monedas al suelo, entre las patas del alazán.
Aballay observa
los dineritos que podrían ser suyos, si se humillara a solicitar a alguien los
recoja del polvo y se los ponga más al alcance. Podría tomarlos él mismo,
corriéndose por la barriga del animal, asido de la cincha, pero daría risa, y
tendría que pelear. Considera con vaga tristeza el doble relumbrón que lo
espera, enfila hacia el palenque a desatar al parejero, y parte.
Desde entonces,
por ese gesto, para los testigos nada fáciles descifrar y que tendría relación
con el desprendimiento, a Aballay le nacen famas.
El no se
entera. Si fuera más avisado, las habría visto dar lumbre a los ojos
admirativos de la moza que una mañanita le tendió unos mates con azúcar.
Amargos son los
que él se ceba, de madrugada y a todo requerimiento de las tripas cuando de
vuelven quejosas. No abusa de la licencia por causa de extrema necesidad o
fuerza mayor – aunque para él lo sea la yerba – que creyó sobreentender de los
ejemplos del cura. No pone pie a tierra ni para encender leña.
Dispone de los
cacharros debidos. Elige un desnivel del terreno que le sirve de mesa en tanto
él pueda arrimarle el caballo de manera que, aproximadamente, se recueste en el
borde. Sobre esa prominencia, no más alta que donde va la montura, hace un
fueguito y caldea el agua. Cuando la llanura exagera de chata, se interna en
las rajaduras profundas y anchas de la tierra que abrieron olvidadas
correntadas. De esta manera, busca un nivel
desde abajo.
Para sus
pausadas mateadas del ocaso, se entiende que coopere el cimarrón, tan sosegado
como es. Sin incomodar al amo, ramonea toda planta que halle a tiro. Mientras,
el compañero libre de tareas explora a su gusto la terneza de los brotes y los
pastos. Aballay tiene las piernas cruzadas sobre el dorso del cuadrúpedo, que
es su asiento. Entrelaza los dedos para abarcar en el hueco de las manos el
volumen de la liviana calabaza. Sorbe, con dilatadas pausas, de la labrada
bombilla de metal plateado. Se absorbe, Aballay, no en sus pensamientos quizás,
sino simplemente en su parsimoniosa mística del zumo verde y cálido. No
obstante, él, que no suele hablar solo, una vez, en voz alta, exclama:
"¡Dios es testigo!".
Extrañado del
clamor, entre un silencio tan tendido, el cimarrón reacciona con un relincho y
se sacude.
Por el remezón,
Aballay se despeja.
En una trocha
tropieza con cuatro indios mansos. Desprendidamente, le ofertan pescado, que a
poco hiede. Está crudo, lo transportan en canastas de totora expuestas al sol,
a campo traviesa, para feriar en poblado. Aballay no acepta, pero retribuye la
intención: de sus alforjas les provee dos puñados de sal.
De inmediato los indios acampan, encienden un fuego, destripan y asan los bichos de escamas nacaradas.
Ahora huelen pasablemente, para el hambre sin curar de Aballay. Aguarda, se horqueta en su potro.
Los cuatro pescadores se han puesto efusivos y pretenden forzarlo a bajas con ellos. El no accede pero recibe su porción.
De inmediato los indios acampan, encienden un fuego, destripan y asan los bichos de escamas nacaradas.
Ahora huelen pasablemente, para el hambre sin curar de Aballay. Aguarda, se horqueta en su potro.
Los cuatro pescadores se han puesto efusivos y pretenden forzarlo a bajas con ellos. El no accede pero recibe su porción.
Los indígenas
mascan en cuclillas. Uno lo observa de reojo, prolijamente en todos los
instantes. Deduce que no es que el blanco no quiera, sino que no puede
despegarse de los lomos del animal, y traslada a su clan esta preocupada conclusión:
"hombre – caballo".
Bultos duermen
en la noche. Forman uno Aballay y su cabalgadura; hace el segundo la otra
bestia buena. Anidan en un malezal, nada mejor han hallado en lo que la vista
podía alcanzar. No hay luz lunar, la impide una cubierta de nubes.
Aballay está
encaramado en un pilar. El sol le hace arder la boca que guarda resabios de
pescado echado a perder.
Hay otro
anciano. La columna de éste es más espléndida, pero la sed los iguala. No tiene
aguante. Se abre el escote del poncho, para ventilarse. Todo transcurre en
silencio, hasta que el santo antiguo clama: "¡Agua!". No le parece a
Aballay que dijera agua, aunque ése es el sentido que le encuentra a lo que
hizo el otro; más bien se le figuró un trueno, casi encimado a un relámpago
Cae, Aballay,
cree que volteado por el relámpago o el rayo, al golpearse despierta y ya lo
empapa la lluvia. Un instante disfruta del agua que le contenta la boca ardida.
Hasta que descubre que ha tocado tierra con el cuerpo.
Batidos los
ojos por el chaparrón, intenta no obstante elevar la mirada, al menos la
frente, en un confuso acto que no sabría desentrañar él mismo: ¿Está pidiendo
perdón, haciendo valer que no fue a propósito?...
Embarrado y trastornado, salta sobre el pingo y a su juicio y riesgo, aunque temeroso, decide que esta bajada no hay que ponerla en la cuenta. Admite que lo tiene agarrado un yugo que él mismo se echó. Lo acata con la obediencia más sumisa.
Embarrado y trastornado, salta sobre el pingo y a su juicio y riesgo, aunque temeroso, decide que esta bajada no hay que ponerla en la cuenta. Admite que lo tiene agarrado un yugo que él mismo se echó. Lo acata con la obediencia más sumisa.
Los días de la
polvareda grande lo tienen exigido y del apremio saca listeza para mejorar su
sustento.
Por los
indicios entiende que no es polvo del viento, sino de caballada, y no montaraz,
si no caballada de tropa armada. Malo eso para Aballay: puede ser reclutado o
lanceado, sin causa; puede perder los pingos, por requisa o por codicia.
Se ampara en
las lejanías y yendo a ellas se aparta de las últimas huellas de la gente, cae
en la bruta pampa.
Toma referencia
de las ilustraciones del cura, cuando le contó de aquellos arrepentidos de los
tiempos de antes que, si iban a dar al desierto, no todo era miel para ellos:
de comer arañas y hasta víboras le habló.
Sopesa la alforja del charque y
se le pinta, no muy distante, el hambre. Esta le encadena ideas: serpiente –
lagartija – piche.
Posiblemente en
el desierto de los santos antiguos no correteaban los armadillos.
Precisamente de
sus mareadoras corridas en varias direcciones, de sus zambullidas en las
cuevas, del ahínco con que ellas se prenden de las raíces, depende la
dificultad para que Aballay logre cazarlos desde el caballo. No obstante,
arriesga rodadas (suyas, al colgarse del potro lanzado a la carrera; del
animal, si hunde la pata en los agujeros que cava el piche para vivir).
Fracasa y fracasa.
Persevera y aprende.
Después,
cocerlos es como caldear agua para matear. Sólo que hay que sacrificar los
bichos. Puestos boca arriba, a punta de cuchillo los despensa y los abre en
cruz. En su propia cáscara, que sirve de olla, y en su misma grasa, que tiene abundante,
se fríe el almuerzo.
De esta suerte,
sobra comida. Pero falta el agua, carencia que obliga al regreso.
Harto astroso
ha vuelto. No se ve a sí mismo, hace tiempo. Pero los ojos de los demás le
controlan la presencia, no porque salga de lo común la aparición de un
menesteroso, sino por resistencia a los malentretenidos, que pueden cometer
iniquidades cuando caen en la miseria extrema.
Halla
conocimiento en un rancho. No lo reconocen a él, nunca lo vieron; le reconocen
sus famas, que le han crecido, sin él saberlo, que son diversas y
contradictorias, aunque lo realzan, dentro de una concepción reverente.
"Lleva su
cruz", se susurran, con actitud reverente.
Aballay, que
afina el oído para pillar el secreto, considera que la verdad es justamente lo
contrario: él no
tiene ni una
cruz, ni una medallita, ni una estampita siquiera.
Acepta unas
pilchas, que le son propuestas con comedimiento.
Es un día
cálido.
Busca el arroyo
y se sumerge en prolijas abluciones.
No tiene peine
y se fija como primera meta un boliche o pulpería donde adquirirlo y reponer la
provista de sal, yerba mate y tasajo.
En camino, al
tranquito corto, una tarde a eso de la oración, con el cuchillo descorteza y
pule un trozo de rama seca, luego uno segundo y más corto. Los une en cruz con
un tiento. Con otro se la enlaza al cuello y la echa por fuera de la camisa o
blusa que ahora posee por dádiva de los puesteros.
Del paraje
donde conviven unas cinco casas le salen al encuentro unos estampidos que no
han de ser de guerra, como lo distingue al poco por exclamaciones que son de
entusiasmo y muestran alegría. Al pasar hacia la pulpería observa al costado la
causa: entre tablones y con un tope de tronco, circulan, por mano de hombre,
pelotas macizas y duras, de quebracho pueden ser, que ora buscan su senda con
independencia y ligereza, ora se dan golpazos de matasiete. Lo tientan las
bochas. Seguro que se podrá apostar. Lo ataja un recuerdo deprimente. ¿y hacer
un tiro? ¡Lindo sería!... ¿Desde el caballo?...
El peine, el
charque, sal y yerba le consumen los valores de la rastra. Solamente retiene
una moneda, la más valiosa, el patacón de plata, que era el centro del vistoso
ornamento. Lo guarda en un pliegue, como bolsillo, que lleva por dentro de ese
cuero curtido que le faja la cintura con donaire y solidez.
Se incorpora no
al juego sino al espectáculo de las bochas, sin meterse entre la hombrada. Como
permanece, lo toman en cuenta, a la hora del asado:
- Hágale, con
confianza.
Como está
indeciso, le insisten:
- ¿Y?...
¿Gusta?
Aballay
asiente, apenas con una inclinación de cabeza, sin comprometerse del todo, ya
adivinan lo que sucederá a continuación: pretenderán que para arrimarse al
asador descienda y se entablará el repetido duelo con sus resistencias.
Así ocurre
hasta que alguien toma razón del crucifijo y pide parecer a un vecino:
"¿Será ese que...?". Hay acuerdo en que puede ser. Van ellos,
entonces, a rendir su ofrenda – pan y vino, como principio - a ese peregrino
extraño que, según decires, no descabalga nunca.
Así terminó la
primavera y pasó el verano, Aballay.
El invierno le
hizo pensar que el estío había sido una gloria, para su vida al raso.
Por el fondo de
los campos estaba subiendo el sol, pero Aballay no terminaba de despertarse.
Helaba, y él estaba helando. Lo poseían vagas sensaciones de vivir un asombro,
y que se había vuelto quebradizo. No intentaba movimiento y lo ganaba una
benigna modorra.
Mucho rato duró
el letargo, ese orillar una muerte dulce, mas atinó a reaccionar su sangre a
las primeras tibiezas de la atmósfera.
Al tomar
conciencia del riesgo que había vadeado, se santiguó, besó la cruz de palo y
controló sus apoyos, sobre los que discurrió.
"Si
muriera encima de un caballo... ¿Quién me despegaría de él? ¿Podría, la
muerte?..."
Desde su carretón ambulante, el
mercachifle lo convocó con una voz: "¡Gaucho!", que Aballay no
reconoció para sí o lo predispuso contra la intención de quien lo nombraba de
esa manera, por unos cuantos aplicada con menoscabo. Iba a desentenderse de él;
no obstante, el otro, a gritos para hacerse oír, sólo quiso preguntarle si
tenía plumas.
Aballay se
contuvo.
- ¿Plumas?...
- De avestruz.
Las compro, o cambio por mercadería, buena mercadería.
Por este
encuentro y la tal propuesta, Aballay creyó hallar oficio que no lo hiciera
renegar de su voto. Tuvo que correrse a la llanura central, menos árida, más
solitaria, y rumbear al sur, hasta confines odiosos por sus peligros, los de
tener encimados los territorios de tribus no avenidas con el blanco.
Acechó al ñandú. No para faenar sus carnes (empresa imposible sin echar pie a tierra). No que quedara sin vida, quería Aballay: que quedara sin plumas.
Acechó al ñandú. No para faenar sus carnes (empresa imposible sin echar pie a tierra). No que quedara sin vida, quería Aballay: que quedara sin plumas.
Supo de
pacientes vigilias, aplicó el ojo avisor, se sometió a la inmovilidad (por no
delatarse al zancudo).
Ensayó carrerearlos y sobre la marcha, al emparejarse, arrancarles los alerones o parte de la cola.
Ensayó carrerearlos y sobre la marcha, al emparejarse, arrancarles los alerones o parte de la cola.
Demasiado
resistentes le resultaron; si el alazán por un trecho alcanzaba al ñandú y él
se le aferraba a las plumas, los enviones del patas largas amenazaban
arrastrarlo o le dejaban como recompensa un manojo escaso o maltrecho.
Lamentó su
ineficacia con las boleadoras, de las que de todos modos, carecía.
Ensayó el lazo.
Aprendió que voltear de un tirón al avestruz no es dominarlo. El ave grande
pateaba con una energía temible y le espantaba el caballo.
Comprobó, por
último, ante la reja del pulpero, lo engañoso de las ilusiones del trueque.
Que fuera
oficio para mujeres, nunca se le avisó; lo daba por hecho como menester de
varones. Sin embargo, ahí, al comando de la carreta, estaba una.
Por el momento
en aprietos considerables.
Aballay no fue
tenido en cuenta, ni él se postuló, ni adelantó palabra. Meramente se detuvo a
un costado a apreciar la situación y tomó nota que en el interior de carruaje
estaban atrapados: otra mujer, de apariencia más delicada; un civil, quizás el
marido, y hasta tres niñas.
Resaltaba que
para la mujer carretera sacar del agua fangosa esa mole con ruedas era
obligación de los bueyes y se lo exigía con voces de mucho imperio y el duro
estímulo de una picana bien manejada.
Aballay entró al pantano, a probar honduras. A continuación, desenrolló el trenzado y enlazó el pértigo. Se paso a la vanguardia y con el de montar y el parejero comenzó a cinchar, cuidadosa pero firmemente. Todo ello, sin perder su posición sobre el alazán, lo cual motivó primero la atención, luego la estimación de la mayorala. Esta entró a colaborar con él.
Aballay entró al pantano, a probar honduras. A continuación, desenrolló el trenzado y enlazó el pértigo. Se paso a la vanguardia y con el de montar y el parejero comenzó a cinchar, cuidadosa pero firmemente. Todo ello, sin perder su posición sobre el alazán, lo cual motivó primero la atención, luego la estimación de la mayorala. Esta entró a colaborar con él.
No sirvió el
esfuerzo inicial por el mucho peso del carro y la carga entera. Menguó: Aballay
desembarcó, uno a uno, a los cinco transportados y sin dar tregua a sus
caballitos los reimplantó a la cuarteada.
Hacia el crepúsculo, liberados de la prisión del cieno, aunque abundaran las injurias de éste sobre botas, ropa y rostros, los confortaban a un fuego animoso sobre piso seco. La olla de mazamorra se confiaba al influjo de las llamas quedas.
Hacia el crepúsculo, liberados de la prisión del cieno, aunque abundaran las injurias de éste sobre botas, ropa y rostros, los confortaban a un fuego animoso sobre piso seco. La olla de mazamorra se confiaba al influjo de las llamas quedas.
Aballay pudo
comprobar su destino – que no pretendía – de provocar desconcierto, teñido de
admiración.
Con este estado de ánimo, la carretera acató sin insistencia ni comentarios que rehusara desensillar para tomar una comida caliente y más tarde su descanso en forma natural. Ejerció una prudencia elemental y confió en hallar ocasión para retribuir mejor la ayuda.
Con este estado de ánimo, la carretera acató sin insistencia ni comentarios que rehusara desensillar para tomar una comida caliente y más tarde su descanso en forma natural. Ejerció una prudencia elemental y confió en hallar ocasión para retribuir mejor la ayuda.
Aballay durmió
sobre el cimarrón.
Al despertar,
sabedor del apego que le profesaba el alazán, que como de costumbre había
quedado suelto, no le preocupó su falta; lo supuso vadeando largamente en
resarcimiento del desgaste que tuvo el día anterior.
Saboreó él,
Aballay, su propio verde amoroso, en sucesivas rondas que el postillón
adolescente le sirvió con tortitas de maíz. Luego salió en procura del
demorado.
Cuando lo
encontró, estaba tumbado, sin inquietud, sin violencia, sin resuello.
Aballay entró a
pensar y hubo de inquirirse si bajar por su potro le sería dispensado. Rumiada
la duda, no lo hizo. Colgado del cimarrón, retiró el cabezal del alazán y dejo
que su mano se demorara tiernamente asentando el pelaje sano y parejo.
Se le instaló
el desamparo en la voluntad, una desolación que lo puso inservible, hasta el
punto de no atinar qué hacer para no matar con su peso al cimarrón. Estaba
igual que al principio; para no asentar la bota en tierra precisaba un caballo
más con que alternar.
Sin decisión,
siguió la carreta.
Más adelante,
en una parada, hubo ocasión:
- Concédame...
Con esta sola palabra, la
mayorala le hizo don de la mulita, la de servicio, la que llevaba de rabo del
carro para un rodeo o avanzada del postillón mozo.
Se sumó a la
travesía, sin resistirse a la ojeriza que le dedicaba el hombre que mudaba
destino, de un costado a otro del país, con sus bártulos y su familia de cuatro
polleras entre los cueros del galerudo y lerdo transporte de bueyes.
Para Aballay
estaba bien con que la mayorala tolerara sus hábitos. Si no se hacía mella de
éstos, conllevaba tareas. De tal modo resultó que pudo darle a ella algunos
desahogos, de media jornada más, conduciendo él la carreta. Le bastaba pegar un
salto de su cimarrón al pescante: no pecaba de posarse en tierra.
En la noche, el
resguardo de la caja del carretón le aligeraba el trámite hacia un sueño con
menos escalofríos. El yantar se había vuelto seguro.
Aballay se
incómodo a sí mismo con dos preguntas ¿Por qué ella me ampara? Lo que yo hago,
¿es penitencia?
De la primera
pidió respuesta a la bienhechora:
- ¿Por qué?
- Por que me
ayudás. (Ella lo voseaba, no él a ella.) No lo convenció y se fue al silencio.
Entonces, la
mujer se allanó a confesarle:
- Porque me recordás a un hijo
que supe tener.
Conversaban en igualdad (a igual
altura), en la noche. Para hacerlo real, él se arrimaba en la mulita y ella
se sentaba en el piso del pescante
de la carreta quieta.
Cuando la
mayorala le alcanzaba un tazón o un cacharro, vale decir, alimento de tomar con
cuchara, Aballay le asomaba la inquietud. La cuchara, en su mano, le
representaba el bienestar, y era cuando se
preguntaba si de verdad hacía penitencia.
La llamaba
"vida de balde" y sabía que eso era como "vivir de regalo",
pero también sospechaba que fuera vivir en vano.
Pensó, una vez, ir al encuentro
del cura o de otro hombre mayor e instruido con quien aconsejarse.
A sus dudas,
como de una tiniebla, le venía la réplica, casi parecida a una justificación:
vivir para pagar una culpa no era vivir en vano.
Podrían haberlo
tranquilizado, esos pensamientos, si no se hubiera interpuesto en cada caso, la
cara del chico. ¡ No había arreglos, con el gurí!.
Aballay
desaparece dos días.
De vuelta, se
distingue sobre la mulita un fardo. Esa diferencia podría no tener significado;
no obstante, la
mujer de la
carta le atribuye alguno, aunque todavía incierto.
Que Aballay se
lo confíe, como está haciendo, podría creerle contribución de su parte a los
consumos del viaje. No es lo que la mujer considera, menos cuando deslía el
bulto y encuentra: tocino, ginebra, sal, galleta... sí; pero además una pieza
de percal, agua de olor, un pañuelo...
Algo, en la
mayorala, se pone muy flojo.
Ahora ya casi
comprende... Quizá, que no es un presente común. Que Aballay se va y paga. No,
no paga: retribuye.
Casi lo puede
entender de esa manera, pese a que Aballay aún nada explica, ni cuenta nada.
Ni dirá que
entregó el patacón de plata, aquel guardado en el pliegue de la rastra para la
ocasión especial. O para una gran necesidad (como la de hacer lo que ha hecho)
Como se perdió la carreta con su
mayorala, se perdió el invierno y se pierden los años.
Murió el
alazán, murieron el cimarrón y la mulita. Siempre pudo sustituirlos, nunca con
ventaja. Lo más, orejanos; los menos, dóciles. Por hallar sumisos, cuando
enlazaba perdidos sin marca, los elegía viejos, reputados de mansos. Precisaba
uno preferido para montar, y el ladero. Un tiempo se avino a llevar, de
parejero, un burro.
Precisaba,
propiamente, un sillero. Ni silla, ni montura, ni bastos llegó a tener.
Sospechoso de
abigeato, y en reincidencia, un policía le cargó la mirada.
Aballay y su
yunta fueron arreados al destacamento.
El milico le
mandó el "Bajate, que el comisario te quiere ver".
Soportó el
tono, soportó el enojo y las palabras puercas. Calculaba para enseguida unos
guascazos y unos tirones, pero el milico decidió darle una oportunidad.
- Tenés que
entrar, por las buenas
- No me niego,
si es montado.
- ¡Ah, vos, con
tu manía!... – lo reconocía y lo despreció, el uniformado, sin atreverse a más.
Fue a poner el
litigio al arbitrio del comisario. Salió de vuelta no por contrariado menos
altanero, e hizo las cosas como si se dirigiera a un tercero.
- De orden de
mi superior, que el citado Aballay tiene que comparecer no más.
Si bien debió
agregar, de distinta manera: "Andá adentro, te las tendrás que ver con el
jefe. Pero pasa derecho al patio, podés entrar con tu flete".
El comisario,
para no ser menos que el indagado, fingió que estaba por salir con apuro y
subió a su caballo. Sólo entonces, como condescendiendo a no dejar desatendida
la cuestión, planteó el reclamo: "!Despachemos pronto! Me va a decir,
Aballay, en qué asuntos se ha metido... ".
Pero fue
indulgente. Sabía (o creía saber) ante quién se hallaba.
Al tiempo de
vida errante, le había salido al cruce una partida de jinetes.
Eran tres y
pensó en malandanza. De él quisieron sondear una suposición semejante (el
crucifijo al cuello podía usarlo como un despiste) y, al parecer, con unos
datos creíbles se les pasó tal idea.
- ¿Querés
trabajar?- Según...
Enganchaban
peones. Dos de ellos lo eran y el otro su capataz. Estaban formando una
hacienda, para un patrón. Reclutaban hombres para el desmonte.
Aballay dijo
no, que él no.
- Pretencioso
el gaucho – soltó uno. Con agresividad.
"¿Otra
vez?", se consultó Aballay, y no pudo impedir que se le embravaran los
ojos. Se los controló el retador y para acentuar la provocación le caracoleó el
caballo por delante.
No le gustó el
lance inútil, al capataz. Lo llamó al orden: "¡Pereira!", e increpó a
Aballay
- ¿Quién sos?
A Aballay le
salió la respuesta: "Un pobre", como un tenue desprendimiento. Lo
miraba de frente y ya no tenía cólera ni soberbia en el rostro.
Entonces, para
el principal de la partida cobraron sentido la cruz de palo y las trazas, ya de
mucho oídas, del montado errante. Con respeto llevó la mano al sombrero y se
descubrió la cabeza.
Y Aballay supo
que, al cabo de tanto, había regresado a la comarca acogedora de donde lo
apartó la carreta.
Otras veces se encontró con gente de a pie: "Más pobrecitos que yo...", comprobaba.
Otras veces se encontró con gente de a pie: "Más pobrecitos que yo...", comprobaba.
Podía transcurrir
un día sin que distinguiera persona, y quizás lo mismo le ocurría al otro; sin
embargo, al coincidir raramente se excedían de estas manifestaciones
- Buenas...- Y
santas, amigo.
Y cada cual
proseguía, con el nudo de lo suyo, cerrado, dentro de un mundo tan abierto (y
solo).
Podía dar testimonio de éxodo - vaya a saberse hacia dónde que imaginaban el pan – de familias que nada poseían, salvo los hijos. Tropitas polvorientas, en las que el padre hacía punta, y luego los chicos; uno, puede que de leche, bajo el cobijo del amplio chal de la madre, negras por lo común las vestiduras de ésta. El más animado, cuando no extenuado por la hambruna, era el perro.
Podía dar testimonio de éxodo - vaya a saberse hacia dónde que imaginaban el pan – de familias que nada poseían, salvo los hijos. Tropitas polvorientas, en las que el padre hacía punta, y luego los chicos; uno, puede que de leche, bajo el cobijo del amplio chal de la madre, negras por lo común las vestiduras de ésta. El más animado, cuando no extenuado por la hambruna, era el perro.
- Buenas...
- ... y santas,
señor.
Resaltaba la
respetuosidad, no sólo por darle a Aballay el trato de señor. Al ver de cerca
al montado, se había recuperado del borde de donde descansaba. Sombero en mano,
lo sacudía del polvo contra la pierna.
- ¿Me conocés?
- ¿Me conocés?
- De mentas,
señor.
Aballay lo dejó
parado y meditó. El caminante era el tipo del venido a menos hasta lo muy
mínimo donde ya ni fe en sí mismo le queda. Aballay consideró que podían hacer
juntos el camino y se dio cuenta de lo provechoso de la cooperación entre un
hombre privado de la tierra y un hombre que puede desenvolverse al ras del suelo.
Aballay se dijo que andar con otro demandaba plática y él no era de mucho
hablar. Tan bien lo probó que al rato se fue sin revelarle que lo estuvo
pensando de acompañante.
En una cuesta
descollaba a distancia uno como ensotanado, por el poncho negro y caído hasta
los pies. Gesticulaba, llamándolo a llegar a él mas de prisa, lo que no obligó
a Aballay.
Sostenía un
largo palo, más alto que él, y el personaje se parecía al palo.
Desplegó
méritos para acreditarse, vivísimamente interesado en conquistar el uso del caballo
que consideraba vacante.
Aballay toleró
el discurso, notó codicia, midió la potencia del palo. Sencillamente le notició
que se inclinaba a no tener socio alguno, lo cual exasperó la figura y ante
este resultado Aballay se decidió a partir sin agregar palabra.
El taimado
zumbó un varazo propio para hacer volar la cabeza del jinete, que con agacharse
la salvó, mientras ponía distancia con la ligereza de sus caballos.
- ¡Anda, ve con
Dios! – le vociferaba, muy castizamente, el salteador fallido - . ¡Anda, ve con
Dios!...
"En eso
estoy", se consoló Aballay.
En una época
siguiente, padece deterioro de salud. No lo esconde, tampoco lo pregona.
Las puesteras
hacen lo que pueden por él: un té de yuyos, un caldo de ave, una tibia leche de
cabra... No se atreven a medicar: piensan que a un hombre en ese estado hay que
mandarlo a la cama, pero no a ese hombre.
Menos osaría
ninguna propiciarle un rezo. Por descontado que Aballay llena sus retiros con
la oración.
No es tanto así, como creen las mujeres. Sin embargo, Aballay reza, a su manera, y no para implorar por su salud. De siempre lo ha hecho igual… su rezo es como un pensamiento, que continúa después que ha dicho las frases de la doctrina. Nunca hizo de la plegaria una queja.
No es tanto así, como creen las mujeres. Sin embargo, Aballay reza, a su manera, y no para implorar por su salud. De siempre lo ha hecho igual… su rezo es como un pensamiento, que continúa después que ha dicho las frases de la doctrina. Nunca hizo de la plegaria una queja.
Hoy, que se ha arrinconado
con su fiebre en un barranco y tiene mucho frío, nota, con la vecindad de la
noche, las majestuosas pinturas del cielo. Le llenan el espíritu y se le antoja
de hacer lo que nunca se le ocurrió: rezar de rodillas, sin que tenga que
quebrar su voto, sin hincarse en la tierra: doblado sobre su potro.
Prueba, con unción, con vehemencia, con tenacidad, pero no puede: arriesga una ruidosa caída.
Ciñe desesperadamente sus piernas al cuerpo del animal, dispuesto a no derrumbarse, a afrontar la infinitud de las sombras que se lo están tragando.
Prueba, con unción, con vehemencia, con tenacidad, pero no puede: arriesga una ruidosa caída.
Ciñe desesperadamente sus piernas al cuerpo del animal, dispuesto a no derrumbarse, a afrontar la infinitud de las sombras que se lo están tragando.
Sueña con hojas
de flor de durazno.
Sueña que
interpreta: ha de ser mi remedio, el tiempo soleado, ya que la flor se abre en
primavera.
Un día, a la
vista de un duraznero que estalla en flores por todas las ramas, recuerda con benevolencia
aquel sueño y se enseña del acierto de su presagio.
Una mujer le
pide que salve a su hijo.
Aballay no
entiende. ¿Que le ayude a llevarlo a donde se pueda dar con un médico? ...
No. Que él lo
bendiga y el niño se pondrá sano.
Aballay se
espanta de esa atribución: lo están confundiendo con un santón.
Después se duele:
"De haber podido, yo..."
El antiguo, que
se cubre con poncho blanco, le impacienta el ánimo.
Entre tantos
pilares de los templos descabezados, vino a subirse a la columna quebrada más
cercana a la suya.
Tenía un
silencio odioso, muy diferente al que cumplía Aballay, porque en Aballay era
como una costumbre de estar callado sin ostentación.
Aballay se
sintió vigilado y aunque no pretendía ser más que nadie, no cedió, y vigilaba
al vecino. Se daba cuenta si el antiguo bajaba más de lo perdonable y tomaba
nota igual que si nutriera un encono.
Al padecer la lluvia o el frío, resistía y comparaba, por verlo aflojar.
Al padecer la lluvia o el frío, resistía y comparaba, por verlo aflojar.
Si granizaba,
menos calculaba los coscorrones en su cabeza que los que machucaban al otro.
Su comportamiento era mezquino, tenía que reconocerlo; pero, alegaba, por causa del control malintencionado que le aplicaba al intruso.
Su comportamiento era mezquino, tenía que reconocerlo; pero, alegaba, por causa del control malintencionado que le aplicaba al intruso.
De todos modos,
uno y otro lo pasaban pendientes de quien cayera primero.
Permanecían al
acecho de los indicios: si se ladeaba a dormir, si lo marea el sol, si lo
zamarrea el chucho...
"Puede que
el poncho blanco le éste dando apariencia que lo favorezca de bendito..."
– Aballay juntaba argumentos por menospreciar la ventaja que le llevaba el
antiguo en recibir ofrendas: se acumulaban, éstas, en la base de la columna.
Después de unos
cien años de rivalizarse, ninguno ganó en morirse. Los dos quedaron sin gestos
justito en el mismo instante, y se secaron de a poco. Después se desmenuzaron
como un par de panes viejos. No pasó sin huella para el montado esta fantasía
de la noche: le marcó ondas graves de desabrimiento y melancolía.
Siempre piensa en el gurí que le hincó la mirada.
Siempre piensa en el gurí que le hincó la mirada.
Pasan años. Un
día se encuentra con esa mirada.
Sabe que el
niño, hecho hombre, viene a cobrarse.
Lo ha seguido el mozo. Lo topa
en el cañaveral.
Podría parecer
un santón de poca edad, en digno caballo. Trae templados los ojos, pero
decididos. Igual que Aballay, está en harapos.
Le comunica:
- Lo he
buscado.
- ¿Mucho
tiempo?
- Toda mi vida,
desde que crecí.
No pregunta,
afirma:
- Conoció a mi
padre. Sería ocioso preguntarle quién es él y quién era su padre.
Le pide:-
Señor, eche pie a tierra.
Aballay decide
que tampoco por este motivo puede. Además, esta rumiando que no debe revelar el
porqué: parecería un disimulo del miedo.
Como demora en
su cavilación, padece que el otro lo apure.
- Señor, he
venido a pelearlo.
Aballay hace un
gesto sereno, que muestra conformidad, y el joven resume:
-Sé que tiene
fama de que no se abaja nunca del caballo. Tendré que abajarlo. Le ofrecía, no
más, la ocasión de un frente en que los dos pisemos firme. Si usted no la
quiere, me acomodaré a su modo.
Lentamente, del dorso desenvaina el facón cruzado, que es largo como la búsqueda que ha terminado.
Agil y rápido, Aballay se inclina pronunciadamente y con incisión certera y enérgico forcejeo corta una caña gruesa y poderosa como de más de un metro. Toma posición, con ella en ristre igual que lanza y ha guardado en la faja la hoja triangular del cuchillito.
Lentamente, del dorso desenvaina el facón cruzado, que es largo como la búsqueda que ha terminado.
Agil y rápido, Aballay se inclina pronunciadamente y con incisión certera y enérgico forcejeo corta una caña gruesa y poderosa como de más de un metro. Toma posición, con ella en ristre igual que lanza y ha guardado en la faja la hoja triangular del cuchillito.
El desafiante
se asombra:
- ¿No tiene
cuchillo que valga?... ¿Ni ese cortón piensa usar?
Pero ni más palabras
usa Aballay, aguarda.
No quiere
matar, pero opondrá defensa.
Luchan. Con la
caña hostiga y lastima superficialmente. Busca herirle la mano que empuña el
arma, para que la suelte. El contendor lo pasa a la carrera, por el costado,
bajando planazos que aciertan y escuecen. Vuelve y suelta un mandoble de partir
la cara. Aballay esquiva y lo que corta el facón es la caña, formándole un
chanfle perfecto. Aballay, por instinto, la mantiene rígida y no afloja. Con el
extremo por ese azar afilado, la caña se incrusta en la boca del retador que
atropella, y se la destroza. Resbala, manoteando inútilmente el pretendido
sostén de las riendas.
Desde arriba,
Aballay lo estudia, un segundo. No ha cometido lo que no quería: matar otra
vez. Compasión y náusea le causa la efusión de sangre que ahoga los ayes y
enturbia el bramido.
Desmonta a dar socorro y llega hasta el vencido, pero lo bloquea su ley: no bajar al suelo, y lo ha hecho.
Angustiado, levanta la mirada, para consultar, y por su cuenta resuelve que en esta ocasión será justo que permanezca todo lo que haga falta.
Desmonta a dar socorro y llega hasta el vencido, pero lo bloquea su ley: no bajar al suelo, y lo ha hecho.
Angustiado, levanta la mirada, para consultar, y por su cuenta resuelve que en esta ocasión será justo que permanezca todo lo que haga falta.
El instante de
vacilación basta para que el vengador, de abajo, alce la punta del cuchillo y
le abra el vientre.
Aballay cae, perdiendo aceleradamente las energías, y lo que se embota primero es el sufrimiento de la cortadura.
Aballay cae, perdiendo aceleradamente las energías, y lo que se embota primero es el sufrimiento de la cortadura.
Alcanza a saber
que su cuerpo, ya siempre, quedará unido a la tierra. Con el pensamiento
velado, borronea disculpas: "Por causa de fuerza mayor, ha sido...".
Aballay,
tendido en el polvo, se está muriendo, con una dolorosa sonrisa en los labios.
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